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Rebautizo las palabras, le quito el nombre a los nombres para ponérselo a las cosas, borro el nombre de Alejandra de una lápida e inmediatamente ella resucita y se aleja de la muerte, transmutar nombres es un oficio que me agrada. Digo hija de la noche, y significa el infinito inconsciente, hablo de la luz y el día se encabrita de milagros soleados quemándole las entrañas;
nombro despertar y un sueño se materializa en sucesivos giros de contraluces, entonces sé que no he muerto, o qué, al menos mi sueño me sobrevive. Digo oscuridad y significa súbita revelación de la palabra vida. Y en ella un beso y una esperanza que hace relampaguear el alba. Imagino un lobo aullando y tus labios sollozan. Sufro el gozo de la luz del día y enciendo plenitud de enigmas.
Reescribo mar y toco pureza en aroma de rosas. Cincelo un rostro sobre la impresión de una sed que se bebe el olvido, y la piel canta fresca y ágil dentro del hueco de un saxofón de plata; borro máscaras y dibujo una faz amada, ¡oh mi dios! Es su rostro sobrescrito en el tuyo, y en prodigio tal, emerge sustancia de misterio que tacto con gozo sideral de compasiones.
Renombrar las cosas es hacer un poema con sangre de harapos y llanto, es coger al vuelo las palabras del aire y tatuarlas sobre el olvido, es llenar las ausencias con música del alma. Así grabo tu nombre y lo confundo con el mío. Digo engendrar y qué súbito desmadre en el mismo instante que la luna esconde su otra cara, y su sombra ingenua acecha como garra de leopardo en celo.